lunes, 15 de octubre de 2007

La Guerra

Era de noche cuando iniciaba nuestra jornada. Un baño rápido, una taza de café y al coche. Si lográbamos abandonar los límites de Ecatepec antes de las seis de la mañana, nos esperaba un viaje de apenas una hora. Si salíamos más tarde, demorábamos hasta dos horas y media en cruzar la Ciudad de México para llegar al clasemediero barrio de la Campestre Churubusco en Coyoacán, donde se ubicaba la casa de campaña.
Cuando llegábamos, la actividad parecía no haberse detenido jamás. Brigadistas iban y venían. Los jefes daban órdenes y la candidata, casi siempre, regresaba de su primer recorrido, el que había empezado en la madrugada en las lecherías, para recolectar los votos de aquel bizarro, competido y alocado 1994.
Rosario Guerra Díaz es la primer mujer política a la que admiré. No ha sido la última. Pero si aquella con la que medí a todas las demás. Perteneció a una generación de políticos que querían cambiar el sistema desde las entrañas mismas del priismo y estaban decididos a conseguirlo.
Mujer del poder, aún recuerdo las fotografías en las que aparecía platicando con Manuel Camacho Solís y Luis Donaldo Colosio, en los tiempos felices de ese salinismo que moriría de un balazo en Lomas Taurinas, Tijuana.
Con su primer candidato asesinado, al presidente del fraude, Carlos Salinas de Gortari, no le quedó de otra que dejarle la estafeta presidencial al más tecnócrata de sus pupilos: Ernesto Zedillo. Sin embargo, todos los demás candidatos del todavía poderoso PRI habían sido ya definidos.
A Rosario Guerra la mandaron para ganar el distrito XXVII Federal, que entonces estaba en la combativa Coyoyacán. Salinas, ansioso por limpiar su nombre para la historia, había decidido organizar unas elecciones lo más limpias posibles. En Coyoacán, el PRD tenía una fuerte, fuertísima presencia y, por eso, los votos necesarios para ganar, la Guerra los salía a conseguir casa por casa, todos los días, todas las doce semanas que duró aquella campaña.
Rosario ganó. Lo que pasó después, es parte de la historia. Basta decir que Rosario fue la última diputada federal priista de Coyoacán y que su victoria fue limpia, a mi me consta.
Esa campaña, fue la primera en la que participé y la que marcó mi manera de entender no solo los procesos electorales, sino la vida: las cosas se consiguen trabajando. Fuerte. Mucho. Incansablemente. Trabajando.
Por eso, cuando México Posible perdió su registro en el 2003, resultó más doloroso que sorpresivo.
La derrota electoral de ese partido es harina de un costal especial. Harina de un costal lleno de mentiras, incongruencias y falacias mal contadas por sus protagonistas. Los mismos que hoy se rasgan las vestiduras atacando a la dirigencia de Alternativa. Esos intelectualoides de café que creen que hacer política es cobrar un cheque mensual por seis horas de trabajo diario.
Esos que se roban el dinero de las galletas. Esos niños bien que están haciendo pedazos a este país, mientras se inmolan en las flamas de su propia purificación.
Esa historia aún tiene que contarse.