viernes, 29 de junio de 2007

Tréboles

Ayer me detuve a buscar un trébol de cuatro hojas.
En el fondo de una tímida maceta, como con miedo, crecían un manojo de tréboles entre las marañas de hierbas malas y pastos capitalinos que le pelean el espacio al pequeño árbol que medio adorna la entrada de una cafetería y expendio de donas sobre avenida de los Insurgentes.
Nunca he hallado un trébol de estas características. La leyenda que me contaron de niño asegura que una plantita de estas es sinónimo de buena suerte para quien la encuentra.
Así que, decidido a darle un giro de tuerca inesperado (como de película chafa -digamos, de Oliver Assayas) a mi vida, me puse a hurgar entre la diminuta maleza convencido de que era mi día de suerte.
No lo fué.
No hallé mi trébol de cuatro hojas y mi vida no dio ningún giro de tuerca inesperado, chafa o no.
Estos último meses, como sea, han sido intensos. Tanto que me cuesta trabajo digerir la serie de eventos que se han ido sucediendo.
Hoy voy a ver a mi hijo en el ultrasonido. Ya tiene más de siete meses aguardando y creciendo en esa incubadora chiquita y hermosa que es su madre.
Cada vez que pienso en él me cuestiono a qué clase de mundo lo he traído.
¿A uno donde las traiciones están a la órden del día? ¿A uno donde el partido que defiende a las mujeres le cierra la puerta en las narices a una embarazada y la trata como si fuera delincuente?
No hablo de los demás partidos porque no había mucho que esperar. ¿Pero éste?
No es posible. Tengo que ayudar a construir un mundo mejor para ese pequeño productito que está a punto de gritar.
¡Manos a la obra!
Con o sin trébol.

jueves, 14 de junio de 2007

Promesas

Les dicen a ustedes, jóvenes, que dejen de soñar, que le entren al toro, que la política es el reino de lo posible, que aprendan la mañas de los otros. Que el que gana es el que empeña su alma. Y sin embargo se mueve...

¿Ah si? Me acaban de meter un cuete en el culo. Es la señal. ¡A moverse! Nos vemos en enero

viernes, 1 de junio de 2007

Hogar

No puedo sino reconocer que me cayó un Cannes encima. Dos semanas en la Costa Azul francesa, rodeado de bellezas y estrellas de cine, suena casi casi como el paraíso. Y probablemente lo es. Pero no para quienes fuimos a trabajar.
Los damnificados del glamour, nos reconocemos por los ataques de histeria, la neurosis y la profunda sombra gris que enmarca nuestros ojos desde hace días, producto de un cansancio que no se cansa de cansarnos.
Además, está la frustración. La frustración de haber gastado dinero que no se tenía. De haber comido poco. De no haber comprado lo suficiente. Del regalo que se nos quedó olvidado a las orillas del Mediterráneo.
Y para quienes regresamos de ese primer mundo de fantasía, frivolidad y egoísmo, la recontracalcitrante realidad de un país que se desmorona cada minuto que pasa, lo hace todo aún más frustrante e irracional.
Para sonreir, no queda sino voltear al vientre abultado de vida que yace desnudo al lado.
Sí, mi felicidad está encerrada en una bolsa con líquido amniótico.
Y en las poderosas piernas que la cargan.
Mi cotidianeidad cambió. Sé que soy otro después de Cannes. Pero lo importante sigue encerrado en cuatro paredes azules, sin cortinas y tan inclinadas que se corre el peligro serio de caer a cada paso.
Bien pues, ya regresé. ¿Dónde está la cabeza que tiraron hoy?