jueves, 9 de marzo de 2006

A LAS SIETE

La cita era a las siete de la noche. Azucena iba tarde porque había tenido que esperar a un tren que estuviera los suficientemente vacío como para subirse sin correr el riesgo que la patearan, codearan o peor, que le tocaran tetas, nalgas, caderas y piernas como si de un “table” iluminado y apretado se tratara. Y es que el metro de la ciudad se ha ido abarrotando tanto como han crecido sus tentáculos. Lograr entrar a un vagón donde el espacio vital sea algo más que un triste recuerdo, es un lujo que solo se pueden dar quienes madrugan ó quienes usan la noche de refugio.

Iba a ver a su hermano después de cinco años de esporádicos contactos por chat o correo electrónico. Las únicas ocasiones en que podían darse el lujo de hablar eran sus cumpleaños. Azucena trabajaba desde los quince años, cuando murió su madre de un cáncer que logró mantenerse oculto hasta que, tres meses antes de su muerte comenzó a vomitar sangre en las mañanas como señal de que, finalmente, la enfermedad se había apoderado de su cuerpo por completo, sin que ella lo supiera.

Jesús tenía once años entonces. Y Azucena, atendiendo la melodramática petición que su madre le hiciera en la cama del hospital, la última noche que pasó en vela por ella, comenzó a trabajar como mesera para pagar sus estudios y los de su pequeño hermano. Durmiendo cuatro horas diarias consiguió terminar una carrera corta como secretaria bilingüe lo que le permitió entrar a trabajar en una empresa trasnacional donde, además de excelentes prestaciones, ganaba lo suficiente como para pagar la carrera de Jesús, Letras, en una universidad de Inglaterra. Las buenas notas de su hermano ayudaron a obtener la beca. Pero la manutención siempre corrió a cargo de ella.

Jesús volvió casado con una mexicana de familia acomodada que conoció en Londres a la que le aseguró que él se había pagado la carrera con el dinero que heredó de su madre. De su hermana, nunca dijo ni una palabra. A él nunca le gustó que, tras la muerte de su madre, Azucena hubiera encontrado consuelo en los brazos y las camas de diversos hombres que siempre, inevitablemente, terminaban rompiéndole el corazón en cuanto lograban completar las posiciones del Kamasutra.

La cita era en un restaurante de la colonia Condesa del que Azucena le había hablado mucho a Jesús en los interminables correos electrónicos que le enviaba cada viernes. Esos que Jesús borraba sin leer para que no los descubriera su esposa, por lo que Azucena le tuvo que explicar como llegar por teléfono esa tarde, en la que su corazón casi se le escapa cuando recibió la llamada de su hermano donde le decía que había llegado hacía una semana y que quería verla, aunque se negó a ir por ella. Azucena aún no sabía que Jesús se había casado.

Salió a la superficie demasiado lejos. Estaba en Insurgentes y Baja California. Caminó entre los puestos de discos pirata, relojes robados y ropa barata sin percatarse de la música a todo volumen que, puesto tras puesto, reproducía diferentes canciones. Todas parecían la misma. El pasillo que dejaban los ambulantes era demasiado pequeño en algunos puntos como para que pasaran dos personas, por eso, cuando un gordo malencarado y con la camisa mojada de sudor, que iba acompañado por un pobre diablo pequeño y enfermizo que parecía su mascota se negó a cederle el paso, tuvo que recargarse contra la pared donde terminaba la calle. Era una construcción.

Una mano se deslizó dentro de su blusa y le tocó una teta como si de una piedra se tratara. El dolor la hizo dar un ligero grito antes de reaccionar y voltear para tratar de golpear al imbécil que la estaba atacando. En ese momento, unos brazos fuertes y enormes la detuvieron de la cintura mientras la mano que estaba en la teta se salía y le tapaba la boca. Un tercer par de extremidades la tomó de las piernas y sin darse cuenta cómo, la aventaron dentro de la cajuela de un coche.

Se despertó cuando violentamente, el tipo obeso y sudado que había visto antes la levantaba en vilo, tocándole los senos con una mano y, torpemente, intentando meterle el pene por el culo con la otra. El dolor, insoportable en ese momento, desapareció cuando se percató de que la estaban violando. Trató de defenderse. Escupió, pateó, arañó, mordió lo que pudo hasta que los golpes que empezaron a llover la aturdieron. Llorando en silencio recibió los miembros de cinco, siete, diez ¿cien? individuos en todos sus agujeros. En algún momento dejó de sentir dolor. Y se acostumbró a sentir manos, panzas, sudores por todo su cuerpo. Pensó en su hermano, llorando en sus brazos la muerte de su madre… y sintió un profundo alivio. Al menos, había cumplido su promesa.

Siete y cinco. Jesús confirmó desesperado el retraso de su hermana. Diez minutos más. No la esperaría más tiempo. Quién se creía que era.

2 comentarios:

Antonio Hinojosa dijo...

En un día en que me encuentro particularmente de pésimo humor, el hermano de Azucena me puso peor, jaja. Para alivianarnos están las chelas de esta noche. Tenga usted la seguridad de que no llegaré a tiempo. Nos vemos al rato, pero será mucho pedir que la cita no sea a las siete?
Un abrazo.
P.D. te incluiré en mis links en cuanto averigue otra vez cómo se hace eso.

Sísifo dijo...

El sentimiento de hoy: Misantropía absoluta!

Por tanto, habremos de ahogar esto en alcohol. Hasta el próximo momento de sobriedad que, espero, no será pronto.