viernes, 8 de diciembre de 2006

¡Al Diablo!

Es terrorífico lo que está pasando con nuestra clase política en general y con las instituciones que las sostienen. Estar de acuerdo con el discurso lopezobradorista es sumamente complicado, particularmente porque el origen y la meta de éste, es fundamentalmente contrario al objetivo que presentan sus defensores.

Mandar al diablo las instituciones representa el simbolismo básico e infantil de un grupo liderado por un individuo que busca socavar los cimientos del tortuoso y rebuscado contrato social mexicano, para convertirse, por si mismo, en la encarnación de uno nuevo, que no renovado.

Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores, autoerigidos en “la izquierda mexicana”, son solo un rostro distinto disfrazado de lo que ellos creen que es ver por los más pobres y los que menos tienen y los oprimidos y todo eso, pero igual de depravado, corrupto, elitista, hipócrita y desfachatado que los demás integrantes de la clase política nacional.

El problema, finalmente, radica en el intrincado entramado del tejido social mexicano. Es lamentable ver el comportamiento de las élites y su permanente desprecio por los individuos de a pie, pero igual de triste voltear a ver esos “ciudadanos” siempre dispuestos a vender su chantaje al mejor postor, todo, en la moneda de cambio de nuestra fantasmagórica democracia: los votos.

La crisis que vivió el Estado Mexicano, que inició a mediados del sexenio foxista y terminó el pasado 31 de noviembre, es el reflejo de la descomposición y putrefacción de los hilos que sostenían la frágil naciente democracia mexicana. Me da la impresión de que esos hilos han dejado de existir.

Y que el trancazo que producirá la caída libre en la que se encuentra el sistema político mexicano no va a ser evitada por absolutamente nadie, particularmente porque pareciera que todos están más ansiosos por encontrar al culpable de haber cortado el último hilos.

Este escenario catastrofista no es, sin embargo, demasiado irreal.

El deplorable espectáculo ofrecido en la Cámara de Diputados antes de la toma de posesión del presidente Calderón, es solo un reflejo de esta catástrofe.

Los encargados del diálogo y los acuerdos que sirvan a todos los mexicanos, son un atajo de golpeadores que se la pasan tratando de tapar el sol con un dedo, metáfora encarnada en un spot de televisión que mantienen esquizofrénicamente al aire.

Pero la responsabilidad no es de ellos, sino de los millones de ciudadanos que siguen empecinados en mantener en el poder a una camarilla de hipócritas, que lo mismo se ponen etiquetitas azules (como las que lucían los diputados del PAN), que moñitos tricolores u ondean banderitas mexicanas. Son esos a los que hay que desterrar de los lugares donde se toman las decisiones.

Pero para desterrarlos habría que educar a millones de mexicanos que no están más interesados en la crisis institucional que vive su República, de lo que puedan llegar a estar en el Teletón de Televisa o alguno de los ridículos concursos de TV Azteca.

Lástima. Porque podemos mandar al diablo todas las instituciones que queramos, como ya lo hizo el nuevo líder del salinismo, pero cuando despertemos de nuestros sueño húmedo de democracia o revolución, nos daremos cuenta de que las instituciones hace rato que ya no existían.

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