martes, 25 de julio de 2006

¿Habrá quien le haga caso?

José Woldenberg

Comunidades en la fe

A diferencia de los pronósticos de los ideólogos de la ilustración que esperaban que a través del avance de la educación, la ciencia, el conocimiento, las relaciones sociales se empezaran a fundar en la razón y la independencia de criterio de los individuos, la fe -es decir, la confianza ciega e incluso irracional en algo o en alguien- sigue presidiendo la "comprensión" de las "cosas" que nos rodean. La fe es -al parecer- una necesidad profunda.

Las personas necesitan creer, sentirse integrantes de un conjunto más amplio, ver y anhelar lo que otros ven y anhelan, ser parte de una identidad común que les ofrezca calidez, seguridad, sentido de vida; sin ese fervor de pertenencia se encontrarían solos, desorientados, inseguros. Resulta difícil vivir a la intemperie.

Y si bien la religión sigue ofreciendo esa red anímica y espiritual a millones de personas, los procesos secularizadores de la vida moderna la han erosionado -sobre todo en las capas más abiertas a influencias tan disímiles como las de la ciencia y el mundo del espectáculo, de las expresiones "contraculturales" y las modas-, y muchos encuentran en los movimientos políticos una nueva fe, un sustituto de las añejas religiones.

Desde Descartes hasta Voltaire, desde Adam Smith hasta Marx, pasando por Fourier, es decir, los ilustrados, los socialistas, los primeros marxistas y los liberales -todos ellos con visiones universalistas- apostaron y confiaron en que el avance de la razón paulatinamente arrinconaría a las convicciones derivadas de la fe. No obstante, quizá lo que no pudieron presagiar fue el trayecto a través del cual la política -incluso la de raigambre laico- se convertiría en una nueva religión, en un culto tan apasionado y cerrado como los de cuño trascendente.

Nuevos sacerdotes y oficiantes, nuevos santos y fieles, pero ahora integrados en una nueva comunidad de la fe con bases, presupuestos, instrumentos y fines políticos. Y ya lo sabemos: las evidencias empíricas no trastocan las certezas del creyente, las explicaciones racionales no carcomen a la fe. La duda es el principal corrosivo de las verdades reveladas, y quien se aleja del círculo de los "verdaderos", de los devotos, es tratado como hereje, apóstata, renegado.

En todo creyente hay algo de infantilismo. La necesidad de ser guiado, arropado, protegido. Volver a contar con una entidad tutelar que no sólo le evita el penoso trayecto de pensar por sí mismo, sino que además le ofrece el tibio ambiente de un "nosotros" enfrentado a "otros" que encarnan al engaño, a la traición, al Mal.

En las comunidades de la fe política caben todos: el trabajador, el ama de casa, el profesionista, el joven, el científico; los de distintas trayectorias y méritos, el viejo luchador social y el convencido en el instante. Sólo un requisito es necesario cumplir: no disentir, creer, seguir al mensajero, pasar a engrosar las filas de los fieles.

Y la masa de creyentes tiene un poder de atracción nada despreciable. No es sólo su volumen -que de por sí impresiona y atrae como un imán-, sino la seducción de pertenencia a algo más grande, más valioso, único e irrepetible. Se trata de una comunidad abierta a recibir a todos porque su vocación es la de crecer, pero siempre a cambio de una sola y fundamental cesión: la autonomía de juicio.

Porque autonomía de juicio y pertenencia a una comunidad de la fe resultan antónimos. La primera es subversiva al poner en duda las certidumbres consagradas -argamasa que cohesiona a los creyentes-, mientras la segunda necesita y reclama sumisión, integración y adoración.

Esas comunidades son un juego de espejos que siempre reflejan la misma imagen. Una vez que se desencadena la línea argumental, cada eslabón contribuye con un nuevo elemento para reforzar las verdades preconstruidas. Se explotan los prejuicios existentes, se alimenta el sentido común arraigado, se manipula la sensibilidad más extendida. Y al final la comunidad comulga con las creencias menos elaboradas pero fáciles de compartir. Se llega así al reino del mínimo común denominador. Ello cierra el círculo y fomenta la cohesión.

Las comunidades de la fe tienen la necesidad de reunirse. En pequeños o grandes espacios, porque requieren sentir el peso de los acompañantes o la presencia de la multitud. De tal suerte que el sentido de pertenencia se refuerza por y en el encuentro. Las grandes reuniones masivas resultan fascinantes para aquellos que participan en ellas; se genera un "nosotros" potente e indestructible (en apariencia), todopoderoso, lo cual hace que las convicciones se fortalezcan, que el sentido de pertenencia se haga tangible. Pero para muchos de quienes se encuentran más allá del círculo de la fe, "desde fuera", esos rituales resultan amenazantes. Esas demostraciones suelen fundir a los de dentro y alertar a los de fuera. Mientras unos dan rienda suelta a su energía y entusiasmo, gritan y se exaltan, otros sienten miedo.

Las comunidades de la fe tienen y generan liderazgos. La voz del guía es la luz y es más potente y poderosa que cualquier razonamiento. Creer o conocer se vuelve un dilema. Verdades pedestres y hasta elementales resultan impertinentes. No es extraño que incluso saberes y destrezas especializadas hagan su contribución al fortalecimiento del dogma compartido. Cada uno intenta contribuir a la causa con sus propias aportaciones. La misión lo requiere y reclama.

Y aunque no me atrevería a formularlo con tanta contundencia, vale la pena releer a Condorcet: "Mientras existan hombres que no obedezcan a su exclusiva razón, que reciban sus opiniones de una opinión extraña, todas las cadenas se habrán roto en vano".

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